La mañana del 10 de abril de 1896, en Maratón, se respiraba un ambiente entre solemne y desenfadado. Aquella primera prueba de larga distancia de los Juegos Olímpicos modernos había logrado atraer tanto a competidores experimentados como a valientes aventureros que no tenían muy claro lo que implicaba correr unos cuarenta kilómetros bajo el sol griego. Algunos habían entrenado con cierta disciplina, mientras que otros se presentaban casi por impulso. Entre ellos estaba el francés Albin Lermusiaux, muy reconocido por su velocidad en distancias más cortas; cuentan que, en la salida, empezó a correr con tanta energía que varios niños del lugar, a modo de broma, le gritaban “¡Más despacio, que Atenas no se va a mover!” en un intento de aconsejarlo (o quizá de divertirse a su costa).
También participaba el australiano Edwin Flack, querido por muchos debido a su carácter amable y a la curiosidad que despertaba su acento lejano. Dicen que, a mitad de recorrido, se topó con un grupo de campesinos que lo animaban levantando los brazos y ofreciéndole agua en jarras de barro. Sin embargo, la confusión de idiomas hizo que, en lugar de agua, se llevara a la boca un trago de un licor casero que no rechazo. No está muy claro si ese incidente lo ayudó a seguir adelante o terminó por deshidratarlo un poco más.
Mientras Lermusiaux y Flack iban disputándose el liderato, otros corredores griegos, más familiarizados con el calor y las cuestas, avanzaban a un paso más lento pero constante. Charilaos Vasilakos destacaba por su técnica firme, sin extravagancias, y conservaba las energías para la segunda mitad de la carrera. Un paso más atrás venía Spiridon Louis, el modesto repartidor de agua, que se mantenía tan imperturbable que, en una parada breve, aceptó un vaso de vino en una taberna a orillas del camino. Según relatan algunos curiosos, en esos pocos minutos charló con el dueño del local, probó un bocado de pan y retomó la ruta con renovadas fuerzas. Al escuchar esta anécdota, varios competidores internacionales se quedaron atónitos; para ellos, aquello era casi impensable en medio de una competición tan dura.
Al aproximarse a la ciudad de Atenas, la situación cambió por completo. Lermusiaux, exhausto por su salida veloz, empezó a quedarse rezagado y terminó abandonando. Flack, que parecía destinado al podio, se tambaleaba, y muchos espectadores corrieron a auxiliarlo ofreciéndole agua de verdad (y no aguardiente). Entretanto, Vasilakos y Louis adelantaban posiciones; cada vez era más evidente que la victoria se quedaría en manos de un griego. El público, alerta por los rumores de que los corredores locales dominaban la prueba, se agolpó en las calles aplaudiendo y aclamando a cualquiera que pasara con la camiseta helénica. A esa altura, se cuenta que algunos lugareños quisieron acompañar corriendo unos metros a sus compatriotas, animándolos sin disimular el orgullo que sentían.
Finalmente, Spiridon Louis apareció a la entrada del Estadio Panathinaikó en primer lugar, y la multitud estalló en vítores. Sus rivales, como Vasilakos y el húngaro Gyula Kellner, llegaron poco después, también recibidos con respeto y admiración. Se hablaba de la proeza de Lermusiaux, que corrió con arrojo hasta que el cuerpo no aguantó más; de Flack, al que las peripecias con el licor y la fatiga le habían jugado una mala pasada; de Vasilakos, segundo en cruzar la meta gracias a su paso calculado; y de Louis, convertido en héroe nacional casi de un día para otro. Al caer la tarde, en las tabernas atenienses se narraban anécdotas de calambres repentinos, de confusiones con la bebida y del calor sofocante que había sorprendido a más de uno. Aunque en ese momento nadie se atrevía a adivinarlo, acababa de nacer la leyenda de la maratón olímpica y la fama de aquellos primeros atletas que, entre esfuerzo y alguna que otra situación pintoresca, dejaron su huella para siempre.