En 1928, durante los Juegos Olímpicos de Ámsterdam, las mujeres por fin pudieron participar oficialmente en pruebas de atletismo. Hasta entonces, el barón Pierre de Coubertin y otros dirigentes se habían resistido a la idea, alegando que era “poco apropiado” para el cuerpo femenino. Sin embargo, la presión de distintas organizaciones y el éxito de eventos como los Juegos Mundiales Femeninos hicieron que el Comité Olímpico Internacional se replanteara las cosas. Fue así como, en esa edición, las atletas femeninas saltaron (literalmente) a la pista.
La gran protagonista de aquellos primeros pasos fue Betty Robinson, de Estados Unidos, quien se llevó el oro en los 100 metros. Su marca de 12,2 segundos la convirtió no solo en campeona olímpica, sino en un referente que demostró que las mujeres también podían brillar en la velocidad. Aun así, no estuvo sola. Polacas, canadienses, holandesas… todas dejaron huella en distintas pruebas: el lanzamiento de disco, el salto de altura, los relevos 4 × 100 y, en especial, los 800 metros, que darían mucho que hablar. Al terminar esa carrera, varias corredoras acabaron agotadas en la pista, y el comité organizador se alarmó tanto que decidió no permitir el 800 femenino hasta 1960 (un retraso que hoy nos parece absurdo, pero que en aquella época encajaba con el pensamiento predominante).
La presencia de la mujer en el atletismo olímpico no llegó sin polémica: algunos periodistas mostraban fotos de las atletas jadeando y lo usaban como argumento para decir que eran pruebas “excesivas”. Sin embargo, la incorporación de esas cinco modalidades en Ámsterdam marcó un antes y un después. Había quedado claro que las mujeres podían competir, ganar y romper récords tan bien como los hombres.
Hoy, ver a las mujeres en todas las disciplinas de pista y campo parece lo más normal del mundo. Pero no está de más recordar que, en 1928, solo se aceptaron unas cuantas pruebas. Betty Robinson y sus compañeras derribaron la primera gran barrera, demostrando que el atletismo femenino estaba listo para formar parte de los Juegos Olímpicos a lo grande. Con el tiempo, se irían añadiendo más distancias y más eventos, hasta llegar al programa completo que conocemos actualmente. Gracias a esa apertura de Ámsterdam, nacieron estrellas como Fanny Blankers-Koen, Wilma Rudolph o Florence Griffith Joyner, que terminaron de consolidar el atletismo femenino como un espectáculo de talento y de inspiración para millones de aficionados en todo el mundo.